Naná




Hace un tiempo que olvidé como se escribe un poema, a veces intento con prosas e incluso continúo con crónicas, pero me salen un sin fin de palabras que no son ni felicidad ni un ansiolítico para calmar la ansiedad. 

Aunque bien podría decir que este escrito se refiere a la derrota, porque alguien perdió; no llegó a encontrar su devoción ni creyó en el último mandamiento y en los meses que siguieron a la tragedia la amé por sobre todas las cosas.

Naná, mi abuela, se suicidó en una tarde calurosa de verano; era diciembre y estaba cargado de todo eso que trae fin de año a cuesta; puedo afirmar que ella siempre tuvo sueños y de los buenos, aún así no se cumplieron. Hoy pienso que no sé si se alegrará de haberlos tenido. 

Siempre tuve poco recuerdo de mi infancia, como si parte de la niñez se empecinara en llevarse al olvido lo efímero. Cuando quise hacer algo me encontraba siendo una empleada de ocho horas con recelo a los domingos, cruzando mal las avenidas, rezando solo en causas urgentes, huyendo de los compromisos; en una esponsoreada por alguna marca que invade los restos de algún lugar histórico dejando un vaso de café y su ridículo.

Lo único que recuerdo de ese día fue a mi papá llorando en el teléfono, diciéndome a su manera que lo sobreviva. Fue un llanto que no se resolvió nunca, sentido. Estaba asustado y en realidad con el tiempo entendí que fue a ella a quien quiso decirle todas las cosas que me dijo, pero no encontró las palabras. Mi abuela desde algún lugar lo debe haber entendido porque las personas somos instintos. 

Yo por mi parte quise agarrar y defender en la memoria lo que quedaba de mi infancia, de los años que uno recuerda y por algún motivo son el refugio en la vejez; la esquina en la casa de piedras, los perros que siempre fueron nuestros amigos, la turca del almacén que no te perdonaba ni un céntimo, las zapatillas de basquet de los Tolaba, los recuerdos de los otros, las fotos; en fin... no pude desenfocar los ojos porque la realidad era eso que nos estaba sucediendo. 

Naná técnicamente tenía todo firmado y sellado, sin velorio ni entierro, ni las cenizas podían volver a nosotros; una maestra de la comprensión. Se encargó de facilitarnos su muerte y de dejar un sin fin de preguntas sin responder. Se llevó algunas recetas, sus secretos y la certeza de que hablar del suicidio y del derecho a morir es más fácil en la teoría que en la práctica. 

Mi abuela no quería vivir más y nosotros no lo supimos ver, solo quería salir de ella, correr y gritar borracha, abrazarse a un palo de luz y vomitar todas sus verdades.

Naná decidió dejar de existir luego de la muerte de su esposo, en esa tarde calurosa a la que antes me referí; solo que ella tardó quince años en morir y yo la cuidé en la cama de un hospital hasta el último día de su vida. 

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